Resultaba francamente complicado, alcanzada la mitad de la década de los años cincuenta, encontrar a personajes con un bagaje golfístico que se extendiera durante varios lustros. Toda la atención, en aquella época, se centraba en las cada vez más espectaculares hazañas de los hermanos Miguel –Ángel y Sebastián–, jugadores profesionales de enorme casta capaces de ganar en Portugal, en Francia y en España tras superar la competencia de los mejores jugadores de la época, motivo más que suficiente para que la Federación Española de Golf, con su Presidente el Marqués de Bolarque al frente, les rindiera un cálido homenaje en Puerta de Hierro en 1955.
En un escalón inferior era posible encontrar personas de condición mucho más modesta que asimismo daban su vida por y para el golf. Era la época en la que los caddies constituían un nutrido grupo, siempre con la esperanza de promocionar cuando fuera posible para convertirse en profesores y ganar un dinerillo extra enseñando a jugar al golf a las clases más pudientes de nuestro país.
Representantes genuinos
De entre todos ellos es preciso destacar a tres, genuinos representantes de un colectivo que vivía de forma perenne en los campos de golf, de sol a sol, ayudando a quien así se lo solicitara, llegado el caso para corregir el swing de los políticos y banqueros más avezados.
Emilio Cayarga era uno de ellos. En 1905, cuando el Madrid Polo Golf Club tenía 9 hoyos, emplazado en los terrenos del hipódromo de la Castellana, justamente donde hoy están situados el Monumento a la Constitución y el Museo de Ciencias Naturales, acompañaba a su padre, que se encargaba del cuidado de la fontanería del club. El joven Emilio aprovechó la ocasión para probar fortuna con el palo y la bola, una experiencia tan positiva que muy pronto dejó la estopa y el soldador para coger una bolsa de palos y prestar sus servicios como caddie, recibiendo por ello el cariñoso apelativo de ‘Hojalata’.
En aquella época conoció a Ángel de la Torre y Joaquín Bernardino, un trío difícil de igualar en lo que se refiere a su prestación de servicios por el golf. Ángel de la Torre, sin duda el más audaz y emprendedor de los tres, comenzó a conocer mundo muy rápido gracias al golf. Eran, a primeros del siglo XX, otras épocas, y Angel de la Torre se hizo caddie profesional ¡¡a los 14 años!!, en San Juan de Luz, enviado por el Conde de Cimera, donde coincidió con Arnold Massy, uno de los grandes jugadores de la época.
Tras el estallido de la I Guerra Mundial, Ángel de la Torre volvió a Madrid, donde consiguió un puesto en el Madrid Polo Golf Club para sustituir al profesor de golf, obligado, por su condición de francés, a acudir al frente de guerra. Años después, ya en 1925, Ángel de la Torre hizo las maletas con enorme decisión para poner rumbo a Estados Unidos.
Allí, en la Meca de tantos y tantos sueños, el que fuera caddie se convirtió en un profesor reputadísimo gracias, entre otras cosas, al sensacional palmarés acumulado antes de partir, nada menos que 5 triunfos en el Campeonato Abierto Internacional de España –el actual Open de España–, un hito que engrandeció aún más en 1935, cuando inscribió su nombre por sexta vez en el listado de ganadores, lo que le convierte en el más destacado de la historia hasta nuestros días.
Instalado en Long Island, Ángel de la Torre ganaba en la década de los 20 y los 30 entre 8.000 y 10.000 dólares anuales, una auténtica fortuna que mitigaban su pública añoranza por España, a donde regresaba cada vez que podía.
Con inquietudes menos aventureras, Joaquín Bernardino también se pasó media vida enseñando a jugar al golf en Madrid tras iniciarse como caddie. El Conde de Cimera, el Marqués de Urquijo, Joaquín Santos Suárez, Raimundo Fernández Villaverde, el Conde de Martorell, la señora de Marsans –que también las mujeres, en aquellas primeras décadas del Siglo XX, le daban a la bola–y un largo etcétera recibieron los consejos de Bernardino y ‘Hojalata’, que con el tiempo acabaría en Pedreña.
Medallas al Mérito Deportivo
Inmersos otra vez de lleno en la década de los 50, otros personajes contribuían de manera decisiva al desarrollo del deporte del golf. Era el caso, por ejemplo, de Luis Ignacio Arana, que recibió, junto al omnipresente Ángel Miguel, la Medalla al Mérito Deportivo de manos de la Delegación Nacional de Deportes. Su padre, Luis Arana, fue la cabeza visible de una saga golfística de indiscutible valía, entre los que destacó sobremanera Luis Ignacio, a quien le gustaba contar que, tras realizar los cálculos pertinentes, había recorrido más de 60.000 kilómetros “persiguiendo y maltratando la bola de golf”.
Casi siempre acompañado por su hermano Javier –otro componente destacado de la saga Arana–, Luis Ignacio fue acumulando título tras título desde que a los 16 años se impusiera en el Campeonato de Vizcaya, todo ello compatibilizado, ya más mayor, con su función de profesor de Geometría descriptiva.
Recibida la Medalla al Mérito Deportivo, Ángel Miguel, que también comenzó como caddie, se empeñaba en demostrar que aquella concesión era de lo más acertada. No en vano, su intervención en el Open de Marruecos y el Open de Argel de 1955 se saldó con triunfo en ambos torneos, acompañado en las mieles de la satisfacción por otro jugador de gran valía en aquella época, Carlos Celles, quinto en las dos competiciones.
Tanto triunfo, tanto éxito y tanta alabanza tuvieron para Ángel Miguel una dulce recompensa, ser el protagonista junto a su hermano Sebastián de un anuncio de las prendas de vestir Mallerich, donde ambos flanqueaban a una bella dama que los cogía por el brazo. “La belleza y el deporte unidos en la elección de la prenda ideal: Mallerich”, rezaba el eslogan de un anuncio donde aparecía, en su parte central, Carmen Sevilla, la celebérrima actriz, que no dudó un instante en ofrecer su imagen para promocionar aquellas bonitas prendas... y de paso al golf español.
Al deporte de los palos y las bolas, en nuestro país, le quedaba mucho recorrido por delante, siempre con la referencia de lo que ocurría en Estados Unidos, donde los campos de golf se multiplicaban como setas y donde hasta el Presidente del Gobierno, Eisenhower, era un auténtico devoto, hasta el punto de que un grupo de amigos le construyó uno de los Pitch & Putt más curiosos de la historia, ubicado en su residencia de Camp David, en las montañas de Maryland, donde pasaba los fines de semana cuando sus obligaciones se lo permitían.
Allí, en Camp David, la residencia estaba rodeada de un profundo bosque, pero frente a la casa se extendía una verde pradera de unos 130 metros de ancho y de largo, escaso terreno para hacer un buen hoyo de golf. A cambio, Robert Trent Jones, el famoso arquitecto que con posterioridad, en la década de los sesenta, diseñaría Sotogrande, le proporcionó ¡¡cuatro hoyos distintos –mediante cuatro tee de salida en posiciones estratégicas– y un solo green!!, una idea revolucionaría que con posterioridad imitarían en otros lugares privilegiados.